Ni su incorporeidad,
ni el hecho de que no le oyeran por muy alto que hablase; lo que más le costaba
era despertarse y no poder ver su rostro en el espejo. Ahora ya no necesitaba arreglarse el pelo o
la barba, pero eso no lo hacía mejor. Suspiró y, por costumbre, salió del cuarto de baño justo
antes de que Elena entrara y cerrara la puerta tras ella. No le había pasado inadvertido que últimamente el tiempo
que pasaba allí dentro, especialmente por la mañana, era ligeramente más largo.
Hubiera ido a la cocina a prepararle el desayuno, como solía
hacerlo antes, pero sabía que, incluso en el caso hipotético de que lo consiguiera, sólo lograría sentar las bases de una incipiente locura. Y ella no se merecía
eso.
El
desayuno transcurrió en silencio. El alma vagabunda de Mateo caminaba
a su alrededor, con los ecos de las risas pasadas aún en los oídos.
Pensó en acompañarla al trabajo, pero, si lo que le habían dicho era cierto, no
sería lo más adecuado: sobre todo, debía procurar alejarse de ella de vez en
cuando, pues en el poco tiempo que había pasado en ese mundo de gasas y vidrios
sucios que hay detrás de la muerte no le habían faltado relatos de otros que,
como él, visitaban a sus seres queridos. Muchos se habían pegado casi literalmente a
ellos en un vano intento por volver a sus vidas. Algunos habían
conseguido provocar algún breve suspiro, un leve sentimiento que, en todo caso, los
familiares descartaban rápidamente, sin saber que esa pequeña
sensación había costado meses de esfuerzos y una gran cantidad de energía.
Muchos habían tenido además la desgracia de ver cómo el inmenso cariño que les profesaban y que creían, en su locura, correspondido, era traicionado: tarde o temprano la vida obliga a dar un paso adelante. Algo así sólo podía llegar a dos puertos: el de la resignación o el de la locura. Era frustrante ver cómo algunos de los compañeros
que le habían advertido con más insistencia estaban ahora encadenados a una
casa vacía, o peor: ocupada por otros que poco o nada tenían que ver
con ellos.
Por eso
él, haciendo un esfuerzo de voluntad, dejó que esa mañana Elena fuera sola al
trabajo. Recorrió en silencio el pasillo y cada una de las
habitaciones, tocando con sus dedos desvanecientes los marcos de la puerta,
poniendo una invisible huella sobre las fotos en las que ambos sonreían,
entristeciéndose un poco al ver que la de su mesilla estaba tumbada boca abajo. También era difícil para
ella, eso lo sabía, pero no era tan iluso, o tan egoísta, como para suponer que
Elena jamás dejaría de quererle, porque él estaba muerto, para siempre.
Sentado en la cama, lo pensó detenidamente:
quizá fuera egoísta, pero no quería ver sufrir a la mujer a la que había amado durante
tantos años. Cerró los ojos, se concentró en el lugar al que había ido tras
aquel golpe que lo había cambiado todo, y dejó de estar allí.
Cuando Elena volvió a casa, al lado de la cama seguía la foto de su novio, ese pobre patán.
La alzó y le dedicó un beso con la sonrisa torcida. Bajo la almohada guardaba un tesoro que la hacía sonreír aún más: el cuchillo que había hundido
en su espalda.
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