viernes, 13 de enero de 2012

Una noche tormentosa (esbozo)

Aunque estoy en medio de los exámenes no he podido resistir la tentación de escribir algo. Sé que debería estar estudiando, pero bueno, de alguna manera hay que entretenerse en estas 48 horas que nos han impuesto entre examen y examen.

Una noche tormentosa es sólo un pequeño esbozo para una historia más grande que tengo en mente, y como experimento que es tiene sus fallos, pero creo que también es interesante explorar este tipo de textos menos "conscientes" o "planificados".

 

Sentada a la orilla del río, con el medallón de su madre colgando entre las manos lánguidas, sólo podía pensar en su hogar y en si su padre la echaría de menos. Lo último que había visto de él era un rostro desconcertado, un intento vano por justificar sus errores del pasado; los errores que habían llevado a su madre a la muerte.
Sacudió la cabeza tratando así de lanzar aquel pensamiento tan lejos como pudiera, pero el peso no desaparecía. Era consciente de que aquella mujer a la que nunca llegó a conocer salvó su vida y se sacrificó por ella. Lo único que sabía es que había tenido la valentía de abandonar su hogar para tener una oportunidad de vivir y ser feliz. Y cuando ya parecía que estaba todo hecho había llegado ella. Ella y la marca de su muñeca.
Su rostro se contrajo en una mueca de odio al girar la mano y observar aquel pequeño círculo, poco más que un simple lunar, y pensar que ese había sido el desencadenante de todo aquel horror. Bueno, no de todo. Aquella guerra sin sentido había empezado hacía mucho, generaciones y generaciones humanas atrás; pero eso no la reconfortaba. Poco le importaba que el conflicto estuviera más allá de su vida; ella sólo sabía que lo había perdido todo: su hogar, su familia, sus amigos... Estaba segura de que aunque quisiera volver ya nada sería igual. Todo el pueblo debía saber ya cuál era su origen. Cerró los ojos y pudo ver a su padre gritando como un loco, echando toda la culpa de su desgracia al pueblo del bosque. Incluso en su imaginación la escena dolía, y las palabras aún más.
El agua del río jugueteaba bajo sus pies como intentando animarla, pero ni siquiera eso podía hacerla sonreír. Observó entonces entre sus tobillos recogidos la cabeza de una lombriz que trataba de salir de su túnel protector para alimentarse en la tierra húmeda. Por un momento se planteó aplastarla de un taconazo; si ella no podía estar en paz, el resto del mundo tampoco. Pero justo cuando alzaba ya la estocada mortal se detuvo y, derramando una lágrima, maldijo aquel pensamiento que tanto la acercaba al comportamiento de su padre algunos años atrás.
Sólo quería marcharse muy lejos, comenzar una nueva vida lejos de todos; un lugar donde poder hundirse en sus reflexiones, ahogarse en pensamientos de fatalidad y conmiseración, pero se sentía incapaz de levantarse de aquella tierra que trataba de distraerla con sus pequeños animales, su dulce brisa y los chapoteos del agua entre las piedrecillas brillantes del fondo.
El sol comenzaba a descender entre una niebla anaranjada, los últimos resplandores del sol se reflejaron sobre su cabeza gacha y en las pequeñas ondas del riachuelo que parecían imitar a las estrellas que pronto sobrvendrían en el cielo cada vez más oscuro.
Cuando la última hebra violeta del atardecer se desvaneció entre sueños de oscuridad, la luna vino a calmar a suplir al sol en su eterna labor de iluminar la tierra.
La brisa que soplaba entre las hierbas silvestres y desiguales del prado al que aún no se había atrevido a cruzar fue haciéndose más fría conforme las pequeñas estrellas iban reuniéndose por encima de su cabeza, pero ella no lo notaba. Sumida en profundas reflexiones no reparó en nada de lo que aconteció durante las horas que estuvo allí, taciturna y melancólica por una madre a la que jamás había conocido y una raza que sólo conocía por ser parte de ella, aunque no supiera muy bien por qué.
El ambiente se fue haciendo poco a poco más sombrío; ni siquiera la luz de la luna era capaz de atravesar los negros nubarrones que se fueron congregando sobre ella. El aire comenzó a mecer el medallón pendiente de una cadena plateada tan larga que casi tocaba las ahora gélidas aguas que se congregaban a sus pies. Los dedos se le enfriaron y tornaron rojos, sujetando el triste balanceo de la joya. Una y otra vez pasaba ante sus ojos; y éstos lo seguían como si pudiera desaparecer en cualquier momento.
Apenas notó la pesadez del ambiente antes de que un rayo estremeciera toda la llanura, pero su luz la hizo reaccionar; alzó el rostro hacia el cielo a tiempo de oír el furioso trueno, y sobre su semblante decidido hasta la agresividad cayeron las primeras gotas cálidas de la tormenta.
Aquella noche el agua arrastró una buena capa de tierra, llevándose con ella las raicillas de muchas hierbas de la zona y dejando amplios surcos en el terreno; el riachuelo había sufrido un ligero crecimiento en su caudal; las piedrecillas que el día anterior se alzaban orgullosas en medio del curso, ahora eran arrastradas por corrientes de agua sucia que bajaban en tropel desde lagos improvisados por la lluvia nocturna.
Amaneció tumbada a la orilla, apenas a unos centímetros del agua. Su ropa estaba totalmente cubierta de barro, la tierra socavada bajo su cuerpo había actuado de dique contra una masa de agua que había visto frustrado su descenso hacia el cauce natural. No recordaba en qué momento de la tormenta se había quedado dormida, sólo tenía claro que aquella no sería la última noche que pasara a la intemperie, aunque sí era la primera. Por eso mismo, al levantarse para estirar su frío y entumecido cuerpo, ella fue la primera en sorprenderse de que no le hubiera resultado tan difícil. Su padre siempre le había dicho que dormir bajo las estrellas no era digno de una señorita, pero la verdad es que aparte del barro nada malo había pasado. Se sentía agusto, de hecho. Quizá se lo había dicho para que no lo probara, tal vez eso la habría puesto sobre aviso sobre sus orígenes y los de su desaparecida madre.
Al pensar en ella de nuevo volvió a acometerla el dolor, pero ya no como un cuchillo punzante, sino como un leve golpe en el hombro, una señal de advertencia. Aquella noche habían pasado más cosas de las que ella estaría nunca dispuesta a admitir, y por eso, incapaz de renegar del todo de su parte humana, sintió la necesidad de alejarse de aquel lugar. Sin siquiera molestarse en sacudir su ropa, dio dos pasos y cruzó el río; ya estaba más lejos de casa de lo que se había aventurado en toda su vida.
Tras ella, semihundido entre el barro del margen del río, el medallón de su madre vio cómo sus pasos la alejaban de todo lo que conocía en busca de un destino incierto, el suyo propio.
Pero había alguien allí que no quería que tan bello objeto se perdiera, y en cuanto la muchacha estuvo a la suficiente distancia, unos pasos sibilinos se acercaron hasta el lecho de fango; las manos pequeñas de dedos fuertes robaron al barro su tesoro y lo escondieron en un lugar de donde, llegado el momento, la muchacha debería recuperarlo.

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