lunes, 9 de enero de 2012

Negro brillante

Os presento aquí el relato con el que participé en el concurso de Caja Duero. Si recordáis, tenía colgados en esta misma página algunos capítulos de una novela con el mismo nombre que el cuento: no os habéis equivocado. La verdad es que esta historia estaba planeada para hacer una novela corta, pero decidí que el broche de uno de los últimos capítulos que escribí era el mejor final que podía darle, y que todo lo que escribiera después iba a sobrar en comparación, así que arreglé los capítulos, lo puse todo en diez folios e hice un relato corto bastante largo. Espero que os guste el resultado.


Como cada noche al marcar el reloj las diez y cuarto de la noche, en el salón de los Fernández la mesa ya estaba dispuesta para cenar. Bajo el plafón cuatro vasos, cuatro juegos de cubiertos, cuatro sillas y diversos platos colocados cuidadosamente sobre un mantel blanco recién lavado daban la bienvenida a los comensales que se iban sentando alrededor con las mentes ocupadas en encontrar todas las anécdotas susceptibles de ser contadas durante aquella última comida antes de irse a dormir.
Pero esta vez uno de los vasos era de plástico, y su propietario conducido por el brazo a la silla que le correspondía, donde se sentó con cierta pesadez. Al acercar el asiento a la mesa el chico se encontró de improviso con el tablero en las costillas, por lo que tuvo que deslizarse hacia atrás empujando con las manos en la superficie amantelada. Con el contacto, Alberto advirtió quizá por primera vez que la rugosidad de la tela era extrañamente agradable al tacto. Levantó las palmas y, rozando sólo con las puntas de los dedos, siguió el recorrido de los hilos para tratar de reconstruir en su memoria los dibujos que había visto durante años. Por un momento, mientras exploraba así, le pareció ver una cena pasada: una en la que su madre les había reñido a su hermano y a él por cruzarse muecas estúpidas. La gravedad pareció en ese momento apoderarse de su rostro, que descendió sobre el cuello como una margarita de tallo marchito. Su madre, advirtiéndolo, contuvo un suspiro de pesar y desplazó su silla hacia la de él para quedar más cerca del joven.
Su hermano ocupó el sitio enfrentado al suyo pero no pudo, como en otras ocasiones, mirarlo a la cara; se dejó caer en su silla con abatimiento, mirando fijamente el plato que le devolvía la imagen de su rostro. Irene sacó el móvil del bolsillo del delantal y dio la señal a sus hijos para que empezaran a cenar; su padre llegaría un poco más tarde.
Miguel trató de olvidar por un momento todos los acontecimientos de los últimos días y se sintió obligado a aligerar el ambiente relatando algunos detalles de su jornada; incluso amagó varias sonrisas tratando en vano de disolver la tensión del momento. Alberto, que conocía a su hermano como nadie, supo lo que intentaba y sonrió hacia donde suponía que estaría su rostro; incluso en algunos momentos rió con él provocando en su madre un inmediato alivio a pesar de lo forzado de la situación. Tras las anécdotas iniciales Miguel buscó entre los distintos platos aquellos alimentos que más le agradaban y comenzó a servirse; unas rodajas de salchichón, un par de croquetas, alguna empanadilla… Al mismo tiempo, Alberto recorrió con sus dedos los cubiertos tendidos a ambos lados del plato para memorizar su posición. Irene, solícita como sólo una madre sabe serlo, le enumeró en voz alta los distintos alimentos que había en la mesa, cogió su plato y lo llenó de todo lo que le iba diciendo para luego colocárselo delante, en el mismo lugar que había ocupado antes. Alberto asió el tenedor y, tanteando con él, dio con la empanadilla que había pedido; la pinchó y, sin perder el equilibrio, trató de llevársela a la boca, donde acabó tras un pequeño contratiempo contra su mejilla. Los macarrones fueron más difíciles: no podía pincharlos bien y tuvo que optar por usar el tenedor a modo de pala, a menudo con escaso éxito. El tomate con el que estaban condimentados le manchaba los labios y la cara, pero Alberto no se rendía; rechazaba la ayuda de su madre y seguía llevándose una palada tras otra a la boca. En una de esas maniobras, una hebra de queso a medio fundir se quedó pegada en su labio superior y su hermano, al alzar la vista, no pudo reprimir la carcajada. La mujer, al darse cuenta del motivo, miró a Miguel con los ojos entrecerrados para reprobarle su actitud y se apresuró a limpiar la cara de su hijo menor esperando que se enfadase cuando éste, por primera vez en semanas, también comenzó a reír con alegría. En pocos segundos los tres comensales se deshacían en carcajadas nerviosas, enmascarando así la tensión que les atenazaba por dentro.
Cuando los estremecimientos cesaron, sin embargo, sus sonrisas elevadas cayeron en silencio, como tratando de equilibrar lo desmedido de su posición anterior. Los platos captaron toda su atención y las palabras abandonaron el aire.
—¿Qué tal has pasado el día, hermanito? —se interesó Miguel unos minutos después.
Alberto dio un fuerte golpe con el tenedor en su plato como respuesta, y sus labios se apretaron hasta quedar tan blancos como los dedos que arrugaban el mantel muy cerca del plato. Los otros advirtieron en ese momento el error que había cometido con esa pregunta. Miguel retrocedió en su asiento para un segundo después apoyar ambos codos en la mesa y dejar el tenedor colgar sobre su plato; se sumió en un profundo mutismo. Irene, en cambio, trató de poner una mano sobre el hombro de su hijo para reconfortarle, pero un movimiento brusco de éste la apartó con violencia mientras empujaba la silla hacia atrás con las pantorrillas y quedaba de pie frente a la mesa con el tenedor aún en sus nudillos pálidos.
—¿Qué cómo he pasado el día? —empezó a decir en voz baja y con la barbilla pegada al cuello para después alzar su rostro hacia donde intuía la presencia de Miguel— ¡Encerrado en casa, joder!¡Tumbado en el sofá sin poder dibujar, leer o ver la televisión! —Un poderoso taconazo derribó la silla tras él y el dolor alimentó aún más su ira— No tienes ni la más remota idea de cómo es esto. ¡Lo he perdido todo! —arrojó el cubierto al suelo, demasiado cerca del pie de su madre, que no pareció darse cuenta del golpe.
Los otros dos comensales, aún sentados, querían sentirse heridos por ese comportamiento, pero sólo podían compadecerse del muchacho; era duro para alguien tan joven acostumbrarse a su nueva situación. Ambos miraron a Alberto a la cara evitando fijarse en las gafas de sol que cubrían sus ojos, ahora inútiles. La culpa les amordazaba por dentro; la impotencia ante el sufrimiento manifiesto de una persona tan cercana era devastadora, y ellos no eran capaces de encontrar palabras de consuelo o disculpa que pudieran arreglar las cosas.
Alberto dio entonces un último golpe a la mesa, pero bajo su puño no encontró madera, sino el borde de cerámica de su plato, que se quebró en varios trozos sobre el mantel. Frustrado y dolorido, trastabilló con la silla caída y, tras una breve vacilación, sus pasos se dirigieron hacia su cuarto con toda la furia posible en alguien que tantea para encontrar las paredes y no chocarse con ellas. Miguel e Irene ni siquiera hicieron intención de levantarse o hablar, conocedores de la inutilidad de cualquier estrategia; se limitaron a mirarle con los ojos húmedos y los rostros grises. Cuando al fin alcanzó la puerta, Alberto agarró con fuerza el batiente de madera y, soltando un último grito de rabia, pegó un portazo que hizo estremecerse a Miguel y a su madre.
Vacío ya de toda ira pero lleno de orgullo y rabia, Alberto se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la cama y abrazó sus piernas dobladas por debajo de los muslos. Culpaba a todos de su accidente, de la pérdida de sus ganas de vivir, del estallido de todos sus sueños. En el fondo sabía que ninguno de los que se encontraban al otro lado de aquella puerta eran responsables de lo que le había sucedido, pero su mente no le permitía asumir sin más que se había quedado ciego; era demasiado doloroso. Buscó en su alma un resquicio de odio y se abandonó a él con los dientes apretados; era mucho más fácil así. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a la aceptación, pero aún tenía mucha oscuridad en la que refugiarse. Se repitió a sí mismo que Miguel tenía la culpa de todo, centró en él todo el dolor y se convenció de que él era el que había provocado el accidente, de que lo había perdido todo porque él así lo deseaba; lo imaginaba riéndose de su desgracia mientras no estaba, burlándose de su hermano ciego e inútil; también visualizó la hipocresía de su madre al defenderle, su nulo interés real por el hijo defectuoso; se vio a sí mismo arrojado a algún tipo de residencia juvenil donde no tuvieran que cuidar de él, aparcado en un lugar sucio y destartalado, abandonado por aquellos que decían —pero sólo decían— preocuparse por él.
Sin embargo, si no se hubiera escudado tras tan oscura barrera habría podido advertir que aquellas personas malvadas se miraban con los rostros humedecidos en el comedor. Habría visto el abismo de culpa que llamaba a Miguel susurrándole que era él el responsable de todo, y lo reales que le parecían aquellas palabras.
Cuando la puerta de la entrada se abrió, dejando paso al padre de la familia, madre e hijo se hallaban aún sentados entre viandas frías. Ambos alzaron la cabeza para saludar al recién llegado antes de reunirse con él en el recibidor. Todo lo que contaron entre susurros era claramente visible en sus rostros, pero aun así trataron de hacer salir todo el malestar por medio de palabras.


En las últimas semanas Irene había conseguido un bastón telescópico y pedido ayuda a los instructores de la ONCE para poder enseñar a su hijo a usarlo ella misma en caso de que el muchacho se negara a ir allí directamente o aceptar a desconocidos como instructores; también había consultado junto a su marido con psicólogos y expertos para tratar de ayudar a su pequeño, pero por el momento nada parecía funcionar: apenas habían conseguido que Alberto practicara con el bastón, y muchas estrategias de los psicólogos les habían estallado en la cara.
Miguel, después de pasar unas semanas aplastado por la culpa y de unas cuantas sesiones psicológicas extra —al margen de las que había recibido toda la familia para conocer las mejores técnicas para ayudar a Alberto— había acabado por deshacerse de los pensamientos más oscuros, aunque en ocasiones como aquella no podía evitar que volvieran con cierta fuerza. Volvió al trabajo por consejo del médico, que sostenía que la distracción era lo mejor para él en ese momento, y pasaba fuera de casa todo el tiempo posible pues, aunque le costaba admitirlo, cada vez le resultaba más difícil volver a casa y ver a su hermanito tirado en la cama o en el sofá sin hacer nada. Pero su recuperación aún era muy tierna, y cualquier palabra airada de Alberto volvía a traer aquellas alas oscuras que tanto miedo le daban. Constantemente le acuciaba el impulso de plantarse de rodillas frente a él y pedirle perdón por todo, aunque en el fondo sabía que no haría bien a ninguno de los dos.
En realidad, a excepción de Irene, nadie había pasado mucho tiempo con Alberto desde el accidente. A todos les costaba, aunque sabían que para arreglar las cosas lo primero era que el chico tuviera unos pilares sólidos en los que apoyarse, y debían ser ellos. Por eso, de pie en la entrada de su casa, todos decidieron en silencioso acuerdo que a partir de entonces debían superar todos sus temores y remordimientos para poder ayudar al joven asustado que se escondía detrás de todo aquel odio.


* * *


La silueta del muchacho solitario se recortaba entre los barrotes metálicos de una pasarela peatonal sobre la autopista. Las piernas cruzadas recogidas entre los brazos rodeaban el bastón que danzaba entre sus dedos, arrancando con cada uno de sus ligeros golpes brillantes notas de hierro que flotaban en torno a sus oídos arrastradas por la brisa de los coches que pasaban varios metros por debajo de él.
El ruido de los motores a plena velocidad siempre lo había relajado, y la silueta del sol agonizante entre los edificios de la gran urbe era un espectáculo realmente sobrecogedor. Al menos cuando había sido capaz de disfrutarlo. Irguió la cabeza como para otear el horizonte en un vano intento por vislumbrar aquellas imágenes que habían sido su tesoro más privado, y se llevó una mano a la patilla de las gafas que seguramente nunca más tendrían que protegerlo de los dañinos rayos de sol.
Había abrigado la esperanza de que volver a aquel refugio le ayudaría a afrontarlo todo. Confiaba en que aquél sería el punto de unión entre lo que ya consideraba dos vidas distintas, pero lo cierto es que la desilusión al comprobar que ya nada volvería a ser como antes dolía más incluso que su ira. Después de todo el esfuerzo y las palabras que había invertido en que le dejaran pasear solo se sentía más frustrado que nunca. Golpeó con fuerza el bastón blanco contra las barras y, rendido ya por completo, dejó caer su frente sobre el frío metal.
Por debajo de las vibraciones de la barandilla empezaron a abrirse paso poco a poco unos sonidos rítmicos, cada vez más sonoros. El intervalo era muy regular, como el de los metrónomos con los que su profesor de música inventaba juegos para sus jóvenes alumnos: primero palmeaban al ritmo de la aguja, luego al doble de ritmo, después por grupos... Incluso una vez habían tenido que imitar el movimiento del aparato, moviéndose de un lado a otro en sus sillas. Bueno, todos menos Jandro. Ese chiquillo escuálido nunca había sido capaz de seguir un ritmo por muy fácil que fuera, y por eso muchos se burlaban de él. Jamás había respondido a los insultos —recordó—, al menos hasta aquel día que se metió entre los pies de Alberto y le robó un gol que hubiera sentenciado el partidillo del recreo. Recordaba haberse enfadado muchísimo con él, tanto que no sólo le gritó sino que además le dio un empujón tan fuerte que lo dejó en el suelo unos segundos, sorprendido y con la boca abierta. Entonces el pequeño Jandro se había transformado: su gesto se mudó en una mueca horrible, con los ojos entrecerrados y la boca muy tensa. Parecía que su fuera a echar a llorar, pero en lugar de eso separó los labios para mostrar los dientes firmemente apretados y se levantó de un salto para derribarle e imprimir su rabia en cada uno de los golpes que le descargaba sobre el pecho, los brazos y la cara. Entre el remolino de sus brazos, aún podía recordar las lágrimas que había visto en su rostro, y no pudo evitar pensar que él estaba haciendo lo mismo con todos los que le rodeaban. Desde el accidente no había salido de su boca ni una palabra amable, y aunque no les había agredido físicamente, sabía que había hecho mucho daño con algunos de sus siempre amargos comentarios. Las lágrimas comenzaron a inundar sus ojos inútiles, y cuando se quiso dar cuenta ya se deslizaban por las zonas donde sus mejillas rozaban con la montura de plástico, que liberaba las gotas a lo ancho de su cara, a veces lanzándolas al vacío y otras dejándolas deslizarse sobre la piel.
Cuando volvió al puente el golpeteo había cesado, pero notó una presencia a su izquierda, muy cerca de él. En los últimos días había intentado racionalizar todas las sensaciones nuevas que era capaz de distinguir sin la vista, pero por mucho que lo intentó tampoco conseguía notar diferencias en el sonido del aire o en los olores que percibía; simplemente sabía, de alguna manera, que había alguien a su lado. Aun así no quiso arriesgarse a parecer estúpido hablando con el aire; se limitó a seguir mirando al infinito, atento a cualquier confirmación que sus sentidos pudieran darle sobre su presunto acompañante. A medida que las lágrimas iban evaporándose de su rostro dejaban una sensación de quietud y fijaban la piel, haciendo que la notara pegajosa cuando cambiaba el gesto.
Le pareció que había pasado mucho rato cuando al fin llegó la señal que había estado esperando: una inspiración profunda seguida del sonido del aire al salir con fuerza de los mismos pulmones.
—¿Quién eres? —preguntó Alberto al tiempo que apretaba la mano sobre el bastón.
—Lo mismo podría preguntarte yo —respondió una voz femenina.
—Pero yo pregunté antes, así que respondes primero.
—Sí, por eso y porque además eres ciego, ¿no?
—¿Qué? —se enfadó Alberto.
—¿Qué haces aquí? —respondió la chica ignorando el tono amenazador.
—Al parecer nada útil. Antes habría podido estar aquí durante horas observando las siluetas de los edificios, escuchando los coches pasar… —las lágrimas luchaban por brotar de nuevo, pero en su lugar un sollozo escapó de los más profundo de su pecho. Trató de levantarse con movimientos bruscos, pero tenía las piernas atrapadas bajo la reja.
—Aún puedes escuchar los coches…
—¡Cállate!
—Si quieres puedo contártelo— sugirió ella tras un momento de silencio.
—¿Contarme qué?
—Cómo atardece
Alberto se quedó sin palabras ante la proposición. No sabía si se estaba burlando de él o si trataba de compadecerle o si… no, eso no era posible. Pero entonces ella volvió a romper el silencio, y en esta ocasión sus palabras se llenaron de nubes violetas, siluetas de grandes edificios y sombras que se extendían hasta tocar su piel.


Cuando llegó la hora de despedirse, los labios de Alberto dejaron escapar por primera vez en mucho tiempo la palabra »Gracias», y traía con ella una luz que a partir de ese momento haría que su oscuridad fuera un poco más brillante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario